El siglo XX trajo consigo una nueva y sorprendente forma de narración. Un aparato casi mágico capaz de mostarnos paisajes remotos, gente desconocida y eventos inexplicables. Una máquina amada y odiada, criada en las ferias de circo, cerca de la taberna, al lado del encantador de serpientes y junto a los payasos; y sin embargo a pesar de un origen más bien poco romántico (y nada heroico) encontró su camino al “gran público” a la fuerza, la fuerza de una avalancha visual que todavía hoy continúa sumando espectadores a su paso, llenando de fantasmagorias las pantallas del planeta y dejando un rastro magnético de risas y lágrimas. Así, con la dificultad del hijo no reconocido, el cine pasaría de simple moda pasajera a convertirse en el arte más representativo de nuestros tiempos. Hoy en día, no existen dudas acerca de la capacidad narrativa del cine o de su carga artística.
El cine es una forma de expresión en sí misma. Un arte colaborativo en donde cientos de almas juntan sus habilidades para construir piezas de profundo significado capaces de transformar nuestro mundo. Entre esas almas está el guionista, ese personaje cuya capacidad creadora es el origen mismo de cada obra cinematográfica, ese trabajador silencioso que con sus palabras crea imágenes y situaciones profundamente hermosas, profundamente complejas y profundamente humanas. El guionista es, la semilla primigenia, el gérmen, la primera palabra.
El guionista es el poderoso creador del esqueleto invisible sobre el que se sostiene la película. El guionista es el verdadero artesano cuyo trabajo es dar forma con palabras a las imágenes de la historia, así el guionista se convierte en un escritor de imágenes.
Dictado por Alex Méndez Giner
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